¿Habéis visto ese letrero al pie del risco pelado? ‘Burgos, cabeza de Castilla, tierras del Cid’. En vez de un bienvenidos, del saludo protocolario al viajero para cumplir expediente, te encuentras con una inscripción de empaque, de orgullo. Aquí estamos nosotros, mira por dónde pisas, que este trozo de España no es cualquier trozo. Irrumpes en esa provincia y tras un recibimiento así piensas: “Cuidado, que aquí pasaron cosas importantes hace tiempo”.
Sobre el tejado ruinoso de una casa abandonada observo la primera cigüeña del viaje, y para mí simboliza la aventura. Si ves cigüeñas es que estás muy lejos. Emboscado tras la ventanilla, las colinas y los riachuelos ganan enjundia, y hasta puedes sentir su resonancia histórica y literaria. Como si de un libro de Delibes se tratara, el paisaje queda impregnado por el estado anímico de los personajes, en este caso nosotros, y al ser nuestro humor radiante (pese a que mañana podemos estar en descenso) el entorno se dulcifica, todo es armonía, y hasta intuimos buenas intenciones en los buitres que asoman.
No es ésta la Castilla árida y desamueblada que encontramos más al sur. Es una Castilla de altos y valles, accidentada, salpicada de pequeñas ermitas sobre collados. La España húmeda, el valle del Ebro y la Meseta hacen de Burgos una encrucijada de paisajes: altas montañas, páramos, desfiladeros, campiñas fluviales… Es como un buen mediocentro: tiene un poco de todo.
El distinguido letrero de bienvenida sirve para abrir la tertulia sobre el Cid en el coche. “Se le parecía un poco al Murcia: qué buen vasallo si tuviera buen señor”. “¿Será verdad que lo montaron ya muerto a lomos de un caballo y aún así consiguió arrancarle un empate a los moros?”. “Me suena que era un poco conflictivo. Dicen que estuvo sancionado varios años, pero que cuando volvió seguía en plena forma”.
Son las 14:30 horas del sábado y aún nos queda un buen trecho hasta Miranda, que está en el noreste de la provincia, bordeando con Álava. Así que decidimos parar a comer antes en alguno de los pueblos que se nos insinúan a los lados de la autovía. Pasamos Aranda de Duero, pero no nos decidimos. “Cuando sea el pueblo adecuado lo sabremos”, nos repetimos. Y entonces el camino se saca de la manga esas cinco letras ya inolvidables para nosotros: L-e-r-m-a.
Cómo no parar en Lerma. Sospecho que el intermitente se accionó solo, y que durante unos segundos no hubo manera de controlar el volante, de llevarle la contraria para seguir en la autovía. Todo nos conducía hacia Lerma. “Si allí hubo un duque debió ser por algo. Allí se tiene que comer bien”.
Dominando el río Arlanza, esta antiquísima villa amurallada goza de un monumental conjunto histórico-artístico de estilo herreriano, en el que destaca el Palacio Ducal. Pero mentiría si dijera que alguno de los cuatro sacó a pasear la cámara de fotos. La asociación mental dejó pronto de ser ‘Lerma-duque’ o ‘Lerma-monumentos’ para convertirse en ‘Lerma-lechazo’. Veíamos corderos por todas partes. Corderos por las esquinas, corderos en los campanarios, corderos con boina que nos preguntaban si éramos forasteros. La situación era desesperada.
El restaurante se llamaba La Posada de Eufrasio, y sobre el festín sólo puedo decir que en nuestra mesa se llegó a barajar la posibilidad de bautizar con el nombre de Eufrasio a un futuro primogénito. Y eso que el menú no fue complejo. Consistió en una sencilla ensalada, chorizos caseros y dos lechazos para compartir entre los cuatro, servido todo en platos de barro por recias mozas que a nosotros nos parecieron ninfas. Y vino de la tierra con el que tocamos el cielo. Creo recordar que brindamos hasta por Javier Tebas.
Ya pasado el delirio rondamos por el pueblo y establecimos tertulia en la plaza. La unánime conclusión fue que el cordero es un animal maravilloso que quizás no valoramos como merece, y que Lerma es uno de esos lugares mágicos congelados en el tiempo, por el que no pasan los siglos. Sin embargo, había que partir. Ni siquiera nos distrajeron los carteles que anunciaban para esa misma tarde la celebración de la ‘IV Fiesta del Trombón’, con las posibilidades que un evento de ese tipo abría.
Miranda nos esperaba. Y mientras volvíamos a la autovía y quedaban atrás todas esas cosas bonitas que se construyeron en Lerma gracias a un duque llamado Francisco de Sandoval y Rojas, nos preguntábamos: “¿Habríamos estado nosotros alguna vez en un sitio como éste de no ser por nuestro equipo?”. Gracias otra vez, Real Murcia.
Poco después saqué mi Guía Marca 96/97, y tras hojearla un rato pregunté qué dos canteranos del Athletic de Bilbao coincidieron esa temporada en el Compostela de Fernando Vázquez. La pista era que uno de ellos no era Óscar Tabuenka. Con esa pregunta teníamos para la media hora que nos faltaba hasta Miranda de Ebro.