Mi intención era escribir algo que resumiera lo que hice, pero sobre todo, lo que sentí a lo largo de todo el día del partido; pero hablando con gente, comentando con amigos y, simplemente, recordando las caras de todos los que allí estábamos, sé que todo lo que aquí escriba no va a ser una historia personal, sino una historia de personas; de personas que aman al Real Murcia.
El despertar del domingo no fue un despertar cualquiera. Fue de esas mañanas en las que, cuando abres los ojos, no piensas en si tienes sueño o no, da igual lo que hayas dormido, hay algo que te ilusiona de tal forma que te hace olvidar todo lo demás. Jugaba el Murcia en La Condomina, y jugaba el murcianismo.
Quedé con mis amigos del fútbol; Álvaro y su hermana, Carlota. Más tarde, Joa y Luján. Dos días antes ya habíamos hablado y apalabrado que el domingo era un día especial, y que el derbi era más que merecedor de eso que los futboleros conocemos como “prepartido”. No se me ocurre mejor motivo para salir una mañana a las tascas a tomar unas cervezas que el hecho de que el Real Murcia vuelva, cuando ya creíamos que nunca lo haría, a La Condomina. Estrella de Levante, sol, bufandas granas por todo el centro de Murcia, cánticos… hasta personas que te paraban por la calle y te preguntaban la hora del partido formaban esa mezcla de pasado y presente que, por edad, sólo pude vivir el domingo por primera vez, y que sólo en el viejo campo se puede dar.
Y fuimos al campo, al que para nosotros siempre será el nuestro, a La Condomina. La Fepemur había preparado una quedada a las dos y media de la tarde para recibir al autobús del Real Murcia, pero estos de las peñas, que son muy listos y nos tienen ya a todos “calaos”, nos llamaron con mucha antelación. Josan, compañero de la familia grana y con mucha voz y voto en esto de los peñistas, me confirmó que el autobús vendría algo más tarde; sabiendo que íbamos a llegar todos justicos. En Murcia, las cervezas y las marineras producen mucho apego. Pero, en realidad, todos lo agradecimos. Esos momentos, desde las dos y media, y hasta el segundo final del partido, fueron total y absolutamente mágicos.
Había un ambiente maravillosamente familiar. Entrabas a uno de los bares que rodean el estadio, y te encontrabas a Miguel, el presi de las peñas. Salías afuera, y esa persona que sabes quién es, pero que no conoces, se lanza a abrazarte. Tienes mucho en común con ella, sois del Real Murcia y estáis de vuelta a casa, estáis recordando algo muy parecido y sintiendo lo mismo, así que el abrazo y el sentimiento es mutuo.
Los cánticos eufóricos a las puertas del vetusto campo adquirían un punto nostálgico al mirar esas letras que rezan “Estadio La Condomina” que, pese a estar desnudas sin el escudo grana, en sí mismas siguen teniendo la fuerza como para hacerte recordar por qué llevas la grana al cuello y por qué te emocionas al gritar a los jugadores que se acercan en un autobús que les lleva a jugar un partido de Segunda “B”.
Lo de dentro, las imágenes lo muestran. Sólo puedo añadir unas cosas que tengo aquí apuntadas y que no me quiero dejar: olor a césped, comentarios de la gente recordando historias, murcianistas buscando con la mirada su antiguo asiento… y unas sensaciones que por dentro tenía mientras me desgañitaba, junto con todos los demás compañeros de la familia grana, animando al Murcia: en La Condomina, siempre el Real Murcia será local. En Murcia, siempre el Real Murcia será local, nuestro equipo local.
Eso se respiraba, se vivía y se sentía en La Condomina; la nostalgia y la euforia se abrazaban en un alarde de magia mística para el murcianismo. Así fue mi partido de vuelta a La Condomina.